Falta de madurez

Falta de madurez

LONDRES. _Cuando aún ocupaba el cargo de Jefe de Psicología en un centro de cuidados paliativos, asistí a una reunión que tenía por objetivo revisar nuestra política sobre el tratamiento de pacientes con alucinaciones.

Los casos de alucinación en pacientes de cáncer no son inusuales y pueden ser el resultado de múltiples causas como la quimioterapia, los efectos secundarios de la medicación, insuficiencias orgánicas y la falta de oxígeno en sangre, entre otras.

La política vigente en aquel momento recomendaba el uso sistemático de medicación antipsicótica en casos de alucinación, con el objetivo de reducir su intensidad. Sin embargo, los médicos del centro habían dado con un artículo científico de publicación reciente que ponía en tela de juicio la validez de nuestra estrategia.

La directora médica decidió convocar a un equipo integrado por todos los médicos del centro y varias enfermeras con cargos de responsabilidad. Con el fin de asegurarse de que hubiera un representante del cuidado psicológico del paciente, me pidió que acudiera a la reunión.

Hubo un consenso general entre los reunidos sobre la necesidad de seguir administrando antipsicóticos de manera generalizada. La prioridad, defendían, era reducir la intensidad de la angustia que puede provocar el delirio incontrolado. Con el objetivo de “arraigar al paciente en la realidad”, la encargada de enfermería propuso colocar grandes relojes y calendarios en las paredes. En su opinión, esto serviría para que los pacientes pudieran saber en qué día y hora vivían.

Permanecí callado durante gran parte de la reunión. Por un lado, estaba de acuerdo con el uso de antipsicóticos, ya que he podido observar lo abrumadoras y angustiosas que pueden resultar algunas alucinaciones. Pero, por otro lado, pensé en la muerte como un proceso de excarnación, en el que el alma del paciente comienza a abandonar su cuerpo.

Algo similar ocurre ante el hecho de someter a nuestro cuerpo a ciertas experiencias extremas, que puede derivar en un brote alucinatorio, en una sensación alterada de la realidad o en la pérdida del conocimiento. Esto ocurre en casos de calor, frío, hambre, sed y dolores extremos.

Muchas de las sociedades primitivas, conocedoras de este hecho, albergan ritos de iniciación basados en este mismo principio. De esta manera, y bajo supervisión constante, se busca disminuir de forma intencionada la corporalidad del individuo, casi hasta llegar a eliminarla. El objetivo es exponer al iniciado a un estado de conciencia alterado para aumentar su receptividad a mensajes, voces y visiones de naturaleza espiritual. Igualmente, la tradición cristiana ha utilizado hasta hace relativamente poco el ayuno y la autoflagelación como maneras de transcender la corporalidad y albergar experiencias místicas.

En las sociedades primitivas, el iniciado se sumerge en un proceso de transición que concluye en su consagración como adulto, guerrero, hechicero o cualquiera que sea su destino. El rito de iniciación sirve de vehículo para asistir a la persona en esta transición y el estado alterado de conciencia ejerce de orientación espiritual que le guía en su camino.

La gran diferencia entre estas culturas y la nuestra es que en aquéllas el proceso tiene lugar en compañía de “los sabios”. Por “sabios” me refiero a personas veteranas que han aprendido a navegar la intensidad de experiencias místicas (de intensidad psicótica) a base de haberlas vivido muchas veces en su propia carne. Mientras que, en nuestra sociedad científica actual, estas experiencias se ven como irreales e inútiles, y, por tanto, tendemos a suprimirlas a través de medicamentos que “nos devuelvan a la realidad”.

“Nuestra tarea en la vida consiste en explorar el Océano de nuestro inconsciente”

Joseph Campbell nos recuerda que nuestra tarea en la vida consiste en explorar el Océano de nuestro Inconsciente. La diferencia entre el psicótico y el místico argumenta, es que éste cultiva su capacidad de nadar, mientras que aquél se ahoga en él.

Finalmente decidí ofrecer esta reflexión a mis compañeros de reunión y planteé la posibilidad de que la necesidad de “traer al paciente de vuelta a la normalidad” no fuera más que un reflejo de nuestra incapacidad de tolerar tal intensidad de sentimientos en nuestro propio cuerpo.

Tengo la certeza absoluta de que estamos muy bien formados y equipados con los conocimientos técnicos propios de nuestra especialidad. Pero creo que nuestra formación no incluye el conocimiento necesario para poder recibir la experiencia humana en todas sus dimensiones.

La experiencia Humana, en toda su integridad, incluye el umbral que separa nuestra cordura de nuestra locura. A pesar de ser universal, en nuestra sociedad actual no dedicamos tiempo a explorarlo y conocerlo. Sin embargo, estoy seguro de que cualquier persona que haya perdido a un ser querido ha pasado más de una noche deambulando alrededor de ese umbral, sobre todo si se ha permitido vivir sus sentimientos sin distracciones ni analgésicos.

Mi intervención concluyó con el siguiente desafío: si los profesionales sanitarios cultiváramos esta cualidad y tratáramos de asemejarnos a “los sabios” que acompañan a los iniciados por los caminos tortuosos que transitan por los extremos de la experiencia humana, quizá podríamos acoger la intensidad del delirio en nuestros pacientes, en vez de suprimirla por vías psicológicas o farmacológicas.

El silencio en la sala fue ensordecedor, pero duró solo unos segundos y varias de las enfermeras retomaron su idea de colocar relojes y calendarios que ayudaran a los pacientes a reorientarse. Mi reflexión cayó en el vacío.

Tras haber trabajado durante más de una década en cuidados paliativos, he observado que, aunque todos los profesionales que trabajamos con la muerte seamos muy competentes en nuestra especialidad, nos sentimos incompetentes a diario. Ninguna intervención médica, psicológica o de otra índole puede evitar la muerte del paciente o el dolor de sus familiares.

En el mundo sanitario, donde el profesional tiene que mostrarse competente y su carrera laboral depende de ello, uno se centra únicamente en lo que sabe y en lo que puede hacer. Por ello, seguimos colocando relojes y administrando antipsicóticos. Pero corremos el riesgo de que nunca aprendamos sobre aquello que no dominamos, como, por ejemplo, algunas dimensiones del comportamiento humano. Si tuviéramos la humildad de reconocer nuestras carencias para poder aprender y mejorar, ofreceríamos un servicio más pleno y satisfactorio a nuestros pacientes, además de sentirnos más humanos en nuestro trabajo.

Y mientras no estemos dispuestos a cavar hondo en nuestros propios sentimientos de impotencia, nos resultará menos peligroso colocar relojes que aceptar nuestra propia inmadurez.▗

URTZI CRISTÓBAL _ PSICÓLOGO ESPECIALISTA EN CUIDADOS PALIATIVOS Y DUELO